¡Juntos! ¡Como equipo!
Confieso que siempre me gustaron los bebés, los niños y las niñas. En líneas generales, tenía muy buena afinidad con ellos. En el colegio y en la Universidad siempre fui de las que me sentía a gusto haciendo actividades para ellos, incluso estuve haciendo shows infantiles gran parte de mi niñez y adolescencia. Me resultaba muy fácil jugar con ellos, hacerlos reír y ser la tía preferida como me llamaban mis sobrinos. Esto, de algún modo te da un indicador de que cuando llegarán mis propios hijos, todo podría ser más fácil…. ¡Oh no! ¡Error! ¡Nada es, ni ha sido fácil!
Y es que a partir de ese 15 de mayo del 2015, la historia volvió a cambiar… esta vez era todo más real. Rafael ya estaba fuera de mí con el agudo llanto que lo caracterizó, hacía sentir su existencia y la gran demanda de atención que todo recién nacido o al menos mi hijo emitió desde el día que salió al mundo.
El día que Rafael y yo nos miramos, entendí a muchas madres que decían: “Conocerás el amor más puro y real del mundo”. Siempre pensé que eran frases “cliché”, pero fue exactamente lo que me pasó. No voy a negar como ya lo he dicho antes, que sentí los miedos más profundos, pero al mismo tiempo había una fuerza dentro de mí que me decía: “Tú puedes”. Sin embargo, es imposible tapar el sol con un dedo y realmente creer que todo es perfecto. Aquí es donde comencé a entender varias cosas que nadie te dice: querrás recurrir a un manual, pero no lo tienes y tampoco existe, que llorarás, estarás feliz, triste y todo eso en menos de dos minutos, o que cambiar un pañal o dar de lactar no es tan fácil como lo imaginamos. Y lo peor… la culpa y la incertidumbre de saber si lo que estás haciendo está bien, te acompañaran casi siempre. Todo cambia y en ocasiones al verme al espejo ni yo misma me podía reconocer…
Cuando escribo esto, quizás a muchas las haga sentirse identificadas y a las que no son madres aterradas, pero al pasar el tiempo comprendí algo más en esta aventura loca de ser mamá: “Todo pasa, realmente… todo pasa”. Poco a poco ese ser pequeñito se hace más fuerte, conversa contigo balbuceando, te ofrece la primera sonrisa que queda grabada en tu mente como uno de los mejores momentos de tu vida y desde allí sabes que deseas verlo así siempre, sonriendo.
Confieso haber entendido que no estuve sola en esto, nunca más lo estaría… Aprendí a pedir ayuda y sí que tuve la mejor. Aquel hombre que velaba mi sueño cuando yo era una bebé, hoy velaba el de su nieto, un bebé que el tampoco esperaba, pero que cuidó desde aquel entonces, siendo la imagen paterna más hermosa que Dios pudo escoger. Mi padre, un hombre serio para muchos, era la imagen más tierna que había en esas noches duras en que los gases eran nuestro peor enemigo, en esos días en que la espalda no te da más para sacar los chanchitos que se niegan a salir. Asumía mis miedos como suyos y me dio la fuerza que a veces creía perdida.
Juntos como equipo, no es solo una frase que le he repetido a mi hijo desde el día uno que estuvo en nuestras vidas. Es casi una filosofía de vida quizás que aprendí a respirar, porque me ayudó a vencer mis miedos, a asumir etiquetas sin temor, sin complicaciones. ¿Mamá soltera yo? Fue una pregunta constante en mi conciencia. Sentía culpa, miedo, decepción de mi misma, de lo que estaba viviendo. Pero, comprendes… porque la vida así se encarga de mostrártelo, que no estás sola, que nunca lo estuve. Ese pequeño que crece conmigo es mi equipo, esos abuelos enamorados de su nieto son su equipo también. El amor alrededor de Rafael es todo lo que de verdad importa. Y que hoy a sus cuatro años repitamos fuerte y claro: ¡Somos un equipo! Eso, es realmente todo lo que necesito.